Cómo fue la catástrofe militar y el suicidio político de la guerrilla del ERP

Era la última semana de diciembre de hace 50 años. El país preparaba los tradicionales brindis navideños. En el aire flotaba la sensación de una pasajera tranquilidad: apenas horas antes, con la rendición de su jefe, el brigadier Jesús Orlando Capellini, había concluido la insubordinación de un sector de la Aeronáutica, que había tomado el Aeroparque Metropolitano y la base aérea de Morón durante cinco días. En medio de la perplejidad general, llegaría un demorado y formal respaldo de los comandantes de las tres Fuerzas Armadas (Videla, Massera y Agosti) al gobierno de la presidenta María Estela Martínez, viuda de Perón.
Aun así, el clima se había vuelto irrespirable. Como una chispa en medio de la quietud, lo que parecía una tregua fugaz volaría por los aires. Literalmente. Más de 200 guerrilleros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), una de las bandas terroristas más poderosas entonces, lanzaron todo su poder de fuego en el crepúsculo del 23 de diciembre sobre el Batallón de Arsenales 601 “Domingo Viejo Bueno”, en un suburbio sureño del Gran Buenos, en la localidad de Monte Chingolo, Lanús. De pronto, el cielo se iluminó, encendido por relámpagos de fuego, y el estampido de obuses, granadas, el repiqueteo de la metralla y el disparo de los FAL que convirtieron aquello en un infierno. El ERP era el brazo armado del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de orientación trotskista, que albergaba corrientes varias y menores de la izquierda violenta.
El objetivo de los insurgentes era ingresar al mayor depósito de armas del país, que no sólo abastecía a los militares, entonces de decisiva influencia en el devenir político argentino. También era un predio codiciado por la guerrilla del ERP y de la organización Montoneros, autoproclamaba peronista, pero enfrentada primero a Perón y luego al gobierno de su viuda. Las más de 20 toneladas de armas almacenadas en Monte Chingolo podían inclinar la balanza en el combate final que se avizoraba entre los terroristas y el Ejército. Eso era la Argentina de entonces, una guerra apenas disimulada entre patotas de ultra derecha protegidas desde el gobierno y las bandas armadas de ultraizquierda que sembraban muertes sin juicio ni ley a nombre de una sociedad que decían proteger, pero que aun así no trepidaban en matar a sus miembros casi a diario.
La batalla en el arsenal fue tremenda, pero absolutamente desigual. El profesor de Historia, investigador y periodista Marcelo Larraquy cuenta que “el ataque no sorprendió a Videla. Lo estaba esperando. Había recibido información el domingo 21 en una reunión de altos mandos, de boca del coronel Alfredo Valín, el jefe del Batallón de Inteligencia 601″. El golpe estaba previsto para el 22 de diciembre, pero según Larraquy “un militante del ERP que había instalado en los días previos una mesa de venta de pan dulce en las cercanías del Batallón alertó la novedad. El ataque no se produjo”.
La ofensiva final sería lanzada al día siguiente, mientras Videla, al tanto de todo, compartía un vino de honor con periodistas acreditados en el edificio Libertador. Y tuvo comienzo cuando un camión repartidor de bebidas rompió el portón de la unidad y les abrió el paso a otros nueve vehículos, cargados de terroristas armados hasta los dientes y algunos vacíos, con la pretensión de cargarlos con el eventual saqueo del arsenal. Guardias apostados sobre tanques de agua de la guarnición dieron el aviso de que “la toma” del batallón había comenzado. Y desde varios sitios estratégicos se abriría fuego a mansalva. Aquello fue una ratonera: era cuestión de apuntar y jalar el gatillo. Los invasores caían como moscas, sorprendidos por los disparos cruzados desde distintos nidos del predio.
La respuesta militar fue la prueba más visible de que se trató de una emboscada más que de una férrea defensa del arsenal “Domingo Viejo Bueno”. De inmediato entraron en escena helicópteros artillados, aviones birreactores y bombarderos livianos que vomitaban metralla desde baja altura. Según Larraquy, “a las 3 horas de combate en las filas del ERP se escuchó la orden de retirada” y durante toda la madrugada del 24 de diciembre, con el cielo iluminado por los helicópteros, grupos de infantería rastrillaban las villas vecinas y las márgenes del Riachuelo, en una cacería de sobrevivientes. Algunas fuentes estiman que sólo en esos escenarios fueron ejecutados unos 40 combatientes, muchos de ellos allí mismo, con sus manos en alto, ya rendidos. Trascendidos del momento daban cuenta de que la matanza ya estaba acordaba entre todas las fuerzas armadas, aunque la ejecutara el Ejército.
Al día siguiente, apremiados por la madrugada avanzada, casi todos los diarios de papel, la mayor usina informativa de entonces, señalaban que había “más de 50 muertos” entre los atacantes. La cifra, sin consenso hasta hoy, iría creciendo hora a hora, hasta considerar las bajas entre 100 y 150, además de “un número no precisado de desaparecidos.” La entrega había hecho posible una masacre. La mayor sangría guerrillera de la historia dispararía un estado deliberativo en los altos mandos erpianos. Según fuentes y trascendidos de la época, los atacantes no lograron llevarse ningún material bélico. Algunos testimonios sin identificación mencionan que no hubo detenidos, sin embargo, el general Oscar Gallino, responsable de las fuerzas del Ejército intervinientes en el combate, reconocería en una reconstrucción de los hechos de la revista Todo es Historia en febrero de 1991 que hubo prisioneros y que los mismos quedaron a disposición de las unidades de Inteligencia del Ejército, lo que presagiaba un destino ingrato.
Hubo un delator, un soplón, un traidor infiltrado en las filas del ERP, que sin embargo no aparecía en las listas del buró político del PRT. Era un chofer de logística, que llevaba y traía armas de un lado a otro en anteriores operativos. Fue él quien detectó al Batallón 601 de Monte Chingolo como el blanco guerrillero de un asalto inminente. El predio fue sembrado de inmediato: se movilizaron tanques, carries y miles de efectivos en torno de la unidad. Al parecer el jefe político y militar de la organización trotskista, Roberto Mario Santucho, se enteró del conocimiento militar sobre el ataque. Algunas fuentes sostienen que hasta desde Montoneros, la guerrilla peronista, le hicieron saber que “los estaban esperando”, pero ni siquiera así cambió los planes. Se dejó guiar por su instinto temerario de hombre de armas, confió en su inveterado hábito de apostar “al todo o nada”. Sólo postergó un día el ataque crucial.
Ya con el fracaso y el peso de la culpa por una decisión errática y hasta irresponsable, fuentes de su entorno dirían que, en la Navidad de 1975, un par de días después de la catástrofe militar sufrida, Santucho se reunió con parte de su familia. De acuerdo al testimonio de un hermano, el jefe máximo del trotskismo armado “estaba deprimido, casi no hablaba y tampoco comió. Fue la primera vez que le escuché decir ‘algo anda muy mal, nos estamos equivocando’…”, según contaría la periodista María Seoane en “Todo o nada/La historia secreta y la historia pública del jefe guerrillero Mario Roberto Santucho” (Editorial Planeta, 1992).
El brigadier Héctor Fautario, Isabel PerónEn verdad, Monte Chingolo había generado consternación y también miedo, palabra prohibida en el diccionario insurreccional entre la militancia “de los perritos”, como se conocía en la jera guerrillera a los cuadros del PRT. Santucho, en particular, compartiría diagnóstico equivocado con el jefe montonero Mario Eduardo Firmenich: ambos abonaban la teoría de la conveniencia del golpe militar del 76, al que alentaban con operativos como como los de Azul, Formosa y Monte Chingolo, entre otros, porque según creían esa anomalía institucional desataría la “violencia popular revolucionaria de las masas” y llevaría al marxismo y sus compañeros de las izquierdas más militaristas a la toma del poder en la Argentina.
Un personaje singular haría su propio aporte a aquella historia de aventurerismo político y militar de las organizaciones armadas. Gustavo Plis-Steremberg, porteño de nacimiento, fue un músico y concertista de piano consagrado, graduado en una carrera con honores, y muy ligado a la Unión Soviética, donde vivió muchos años. Allí dirigió la orquesta del teatro Mariinsky, una de las más importantes del mundo, pero fue también un hombre de cercana relación con el ERP. En esa última condición escribió el libro “Monte Chingo/la mayor batalla de la guerrilla argentina” (Editorial Planeta, Espejo de la Argentina, 2003, con reedición en 2014), en donde cuenta entretelas y jugosos detalles de la vida interior de aquellas camadas de trotskistas.
Plis-Steremberg abunda en datos sobre el origen y desarrollo de la banda, las identificaciones personales, los “nombres de guerra” de los combatientes, sus jefaturas, grados militares y estrategias políticas y bélicas, hasta llegar al descabezamiento de la conducción nacional con el abatimiento de los líderes principales y máximos referentes históricos, Mario Santucho y Benito Urteaga, ejecutados en un operativo el 19 de julio de 1976. También explica qué fue de los sobrevivientes que con el tiempo transcurrido lograron escapar de las cacerías lanzadas por los mastines de la Inteligencia cuartelera. Lo que se dice una introspección a fondo de la organización, incluso con pormenores de las horas inmediatas de quiénes y cómo circunstancialmente lograron eludir el fracaso de Monte Chingolo.
¿Quién fue el entregador que hizo posible el exterminio de cientos de guerrilleros? A las pocas horas se supo que había sido “El Oso” Jesús Ranier, “un lumpen de poco más de 30 años, el pelo tipo cepillo, y una panza que le colgaba sobre el bluyín”, según cuentan Eduardo Anguita y Martín Caparrós en “La Voluntad/Una historia de la militancia revolucionaria en la Argentina 1973-1976” (Tomo II). Larraquy lo vería “morocho, algo bizco y un poco pasado de kilos”. Más allá de la apariencia y de los rasgos físicos, los focos internos de la pesquisa ordenada de inmediato por el jefe Santucho señalaron a Ranier, un falso erpiano no registrado por el PRT. Ensayistas de diferentes tendencias, coincidirían en que venía de las Fuerzas Armadas Peronistas 17 de Octubre (FAP 17) y se le adjudica haberse transmutado del peronismo de izquierda a los servicios de Inteligencia luego de la muerte de Perón. Según relata el investigador Juan Bautista Yofre, “El Oso” era un peronista de la Resistencia, que trabajó a las órdenes del histórico general (RE) Miguel Angel Iñiguez en 1973-1974. Y luego ofrecería sus servicios “como peronista” para luchar contra el “marxismo-leninismo” que lideraba Mario Roberto Santucho, para lo cual se infiltró en el ERP.
Ranier tuvo un paso por la Policía Bonaerense antes de pactar con el Batallón 601 un sueldo mensual de US$ 1.000, con pagas adicionales por servicios especiales, simplemente para registrar y anotar todo lo que veía. Y veía mucho porque al ser un cuadro de logística siempre estaba ubicado en lugares estratégicos. Por eso tendría información calificada sobre el ataque al arsenal. Por la delación de Monte Chingolo habría cobrado US$ 10.000, una fortuna entonces, detallaría Plis-Sterenberg.
Según reconstrucciones de Anguita y Caparrós, un Tribunal Revolucionario, constituido por seis altos cuadros del PRT, decidieron condenar a muerte a Ranier. Estrella Roja, el órgano de difusión del PRT, agregaría que el Tribunal “sugirió además que se dé a publicidad al hecho comunicándolo al pueblo”. Se supo entonces que, cara a cara con “El Oso”, Juan Santiago Mangini, “Capitán Pepe”, jefe de Inteligencia del ERP, su interrogador, le habría dicho: “Vos sos el único de la FAP 17 de Octubre que quedó vivo…Todos tus compañeros cayeron, salvo vos. Y cuando vos estabas en Logística cayeron tres jefes del área. Demasiada coincidencia, ¿no?… Vos fuiste el que entregó las armas para esta acción…y las armas no andaban. Vos te encargaste de los equipos de comunicación, y estaban inutilizados…” El diálogo definitivo entre el terrorista y el soplón fue intenso:
Comandante Pepe: Decime hijo de puta, ¿quién es tu contacto con el enemigo? ¿Con qué servicio estás?
“El Oso”: No, sólo fueron unas charlas, nada más que eso…
Comandante Pepe: Unas charlas… hijo de puta, vos entregaste y mandaste al muere a los compañeros. ¡Hijo de mil putas!
Plis-Sterenberg relata que los interrogatorios a “El Oso” duraron cuatro días. Al cabo de las sesiones, lograron que firmara un testimonio final: “Yo, Rafael Jesús Ranier…declaro ante la Justicia popular representada por el PRT y el ERP ser miembro del Servicio de Informaciones del Ejército infiltrado en el ERP con el objeto de destruir la organización. Ser el responsable de la muerte o desaparición de más o menos 100 compañeros miembros del ERP. Muchos de ellos miembros del PRT.” Otros investigadores, también de poco disimulada empatía con la lucha armada de entonces, se empeñarían en destacar que el ERP no torturaba a sus prisioneros porque se negaba a utilizar “los métodos del enemigo”. Sin embargo, otras fuentes y trascendidos del momento sostendrían que fue la picana sin pausas la que abrió el camino para que Ranier admitiera la delación.
Como concesión se le dio a elegir la forma de morir: inyección o un disparo en la sien. “El Oso” eligió la inyección, pero no pudo evitar el sufrimiento. Quizá por su robusta contextura resistió el primer jeringazo que le aplicó el ex rugbier marplatense Eduardo Pedro Palá, “capitán Manolo” o “Médico Loco”, cuadro de la “Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez”, en la jerga “Teniente Manolo”. Ranier convulsionaba, pero no moría. Hasta que una segunda inyección terminó con su ajetreada vida, siempre vecina a la muerte, propia o ajena. Su cadáver aparecería al día siguiente, en un descampado del GBA, con una leyenda: “Soy Jesús Ranier, traidor a la Revolución y entregador de mis compañeros” Con su ejecución el ERP había encontrado el chivo expiatorio ideal para su mala praxis política y militar. Había cazado una presa codiciada para que sus culpas se perdieran en la herrumbre del olvido. A 50 años de aquella trágica víspera navideña, la historia no olvida y señala que las peores y verdaderas fieras salvajes estaban al acecho, dispuestas a que la sangre corriera como en la ley de la selva. El ERP, sin embargo, se conformaría con una pieza menor. Un simple oso.
Fuente: www.clarin.com



